Por: José Miguel Onaindia
Desde finales del siglo XX hasta la fecha, los festivales de cine, danza, música y teatro, entre otras disciplinas, crecen en forma geométrica. Si ponemos el dedo al azar en un día del almanaque, encontraremos que al mismo tiempo suceden estos encuentros de artes en muchos lugares del mundo. Tanto en Europa como en América, en Asia como en África, se organizan festivales de los más diversos tipos y con los más disímiles criterios de organización.
Sin duda, la denominada sociedad del espectáculo ha encontrado en estos acontecimientos (habitualmente denominados «eventos», palabra que me rehúso aún a usar) una forma de convocar a audiencias más numerosas para expresiones sin impacto masivo ordinario. Muchos analistas observan este fenómeno con intelectual reprobación -como Miranda, la lechuza creada por María Elena Walsh- pues creen que, pasada la euforia que las campañas publicitarias y los hechos extraordinarios que los festivales provocan, no se genera el hábito de concurrir a espectáculos de artes escénicas o musicales, cine o muestras de artes visuales. Pero las actividades culturales no se organizan para personas del pasado sino para las que habitan en la sociedad contemporánea; a los modos de comportamiento actuales debemos atender para emitir juicio.
Si quienes organizan un festival no tienen objetivos de promoción cultural ni reflexionan sobre la meta que deben lograr, el festival será sin duda una celebración más de la banalidad, tan festejada en nuestro tiempo. Pero ese destino no es un imperativo categórico. Puede encontrarse a esta actividad un impacto positivo en el medio social.
Cuando en 2015 la ministra de Educación y Cultura de Uruguay, María Julia Muñoz, y el director nacional de Cultura, Sergio Mautone, me propusieron la dirección artística del Festival de Artes Escénicas (Fidae) de ese país, creí que valía la pena el desafío, pese a la mirada escéptica que tengo frente a este tipo de acontecimientos.
El primer enigma a resolver era el significado del festival dentro del rico panorama escénico del Uruguay. Sin duda, un festival promovido y sostenido principalmente por el Estado tiene que cumplir con objetivos de política cultural que tengan el bien común como fin esencial y no sólo el interés del sector. Por ende, intentamos que el festival sea un festival de país y no de ciudad. El territorio uruguayo permite una circulación de personas y obras, la descentralización es un objetivo político y existen estructuras escénicas y movimientos locales en todo el país que hacen factible ese objetivo. En la edición de 2015 llegamos a cinco departamentos; en la de 2017, a doce, y en la que se celebrará desde pasado mañana al 19 de agosto, a los 19 departamentos que componen el Uruguay. Este carácter nacional del festival también lo singulariza respecto de los festivales celebrados en la región, que son esencialmente acontecimientos de ciudad.
El segundo enigma era determinar a quiénes queríamos convocar con esta celebración que abarca el circo, la danza, el teatro y los títeres y los cruces que entre estas disciplinas se producen en el arte contemporáneo. Uruguay tiene una alta concurrencia de espectadores a espectáculos de estos géneros, pero siempre estos resultan escasos y la meta de que más personas gocen de su derecho de disfrutar y participar de los bienes culturales está presente. La presencia de numerosas compañías internacionales y la selección de espectáculos locales que, teniendo a la calidad como criterio de selección, expresen diversidad temática y estética, sumado a una comunicación más intensa, permiten albergar la esperanza de que quienes son remisos a concurrir a este tipo de espectáculos puedan decidir hacerlo e incorporarse al grupo de personas que ya tienen el hábito.
Un tercer enigma era determinar qué beneficio produce el festival en la comunidad de artistas uruguayos. La internacionalización de las artes escénicas es una política de estado. Desde 2015 a 2018 la salida de artistas y obras uruguayas al exterior ha aumentado tres veces. Dramaturgos, coreógrafos, directores, intérpretes y grupos son convocados por instituciones internacionales y gozan de prestigio en los principales circuitos. El festival se propone, entonces, que la presencia de programadores y periodistas del exterior, de artistas extranjeros en el país permita un mayor conocimiento de los creadores e instituciones locales, del patrimonio tangible e intangible que el Uruguay posee en estas disciplinas.
Quisimos aportar a una mayor integración del espacio iberoamericano, privilegiando la presencia de obras y artistas de la zona y la realización de coproducciones (este año presentamos una coproducción con el FIBA de la Argentina y con los Festivales de Almagro y Mérida de España). Un festival es un espacio de encuentro que no se agota en la exhibición de espectáculos sino que se enriquece con el intercambio de experiencias artísticas, la confrontación entre diferentes corrientes y la posibilidad de dialogar en la diferencia.
Entre el ruido que la sociedad de la información provoca con sus bombardeos de noticias y publicidades, esas son las nueces que queremos encontrar en este festival de artes escénicas.