El 8 de octubre de 1968 comenzó el primer Festival de Teatro de Manizales. Este encuentro escénico, que se desarrolla por estos días, es el más antiguo del continente.
Como conmemoración de esa fecha, desde 2016 se celebra el Día del Teatro Latinoamericano.
Esto fue impulsado por el Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (Celcit) y apoyado por cientos de grupos del continente.
Desde entonces, la comunidad de teatristas de la región elige un referente de las Artes Escénicas para que escriba el Mensaje Anual por la celebración.
Por: Lucero Millán*
Nunca antes había experimentado con tanta fuerza el concepto del teatro como espacio de libertad como en estos últimos años. Era el mes de abril de 2018 en Nicaragua, las luces se oscurecían para dar inicio a la función ante la mirada atenta de un público que se debatía, al igual que nosotros en el escenario, entre el terror de lo que sucedía afuera y el deseo de escapar de esa misma realidad, uniéndonos en una solidaridad silenciosa, una solidaridad que respiraba por todos, por los presentes y los ausentes.
Por nuestra parte, actuábamos midiendo cada palabra que decíamos por el miedo que nos generaba la posibilidad de que una voz burda nos interrumpiera la función o de que una mala jugada se atravesara al regresar a nuestras casas. En la medida que medíamos fuerzas y no pasaba nada y pasaba todo, como suele suceder en el teatro, estábamos más presentes que nunca, en el ahí y el ahora, vivos, sosteniéndonos en la mirada de nuestros compañeros.
En éstos tiempos en que nada es lo que parece, en que ante un mismo hecho se construyen dos realidades paralelas, en donde en nombre del pueblo se mata al pueblo, me refugio en mi grupo, cómplices en un proyecto de vida y en el teatro, porque es el único que se encarga de explorar esa realidad escondida que me reconcilia con el ser humano, me genera empatía, emoción y me hace creer que la solidaridad y la esperanza son posibles, ya que como dice el maestro Peter Brook, cuando alguien siente, comprende.
Conozco el teatro desde abajo, desde el espacio vacío, desde la clase impartida bajo la sombra de un árbol de chilamate, desde la rabia de la injusticia y desde la alegría de la revolución. Ese teatro que se hace de la nada, a partir del placer que te genera subirte al escenario después de meses de ensayos, esos ensayos que te cuestionan y te dan sentido de pertenencia, para finalmente devolverte al público en tu máxima fragilidad. Esa maravillosa fragilidad que transforma la calidad del contacto con el público. Ese teatro que se aprende haciéndolo, que igual te convierte sin pudor en directora, actriz, escenógrafa, maquillista, gestora, taquillera o relacionista pública.
Con frecuencia me pregunto, ¿Qué tiene el teatro que no me deja dejarlo? ¿Por qué insistimos en hacerlo cuando todo atenta contra él? ¿Cómo seguir haciendo teatro en un contexto político adverso?
Quizás persisto, porque me gusta la persona que soy cuando hago teatro y porque no tengo otra manera de sentirme más viva y más plena, porque cuando está bien hecho el público es generoso y va hacia donde tú estás. Hace poco escuché a un joven decir en una entrevista “ser un preso político es ser un actor sin escenario” y entonces pensé que la gente de teatro tenemos la dicha de construir nuestros propios escenarios donde quiera que lo hagamos. Las voces y los personajes viajan con nosotros, logrando hacer de nuestro espacio un espacio de resistencia.
No estoy sola, construyo comunidad cuando le devuelvo a la gente una imagen, un sonido, una palabra, que es suya y mía, porque viene de regreso vulnerable, con interrogantes, en su nueva forma, construyendo una nueva realidad poetizada, subjetiva, hermosa en su desnudez.
En éstos tiempos en que el poder se ejerce por la fuerza de las armas, el dinero, la publicidad, el control de las instituciones, en que se gobierna solo para una parte de la población, el teatro le gana la batalla porque en cada función renace y se reinventa, porque tenemos el poder de trascendernos, conmover y la magia de convertir en visible aquello que por lo general es invisible.
*Lucero Millán es miembro de REDELAE. De origen mexicano. Directora, actriz, promotora cultural y socióloga. Funda en noviembre de 1979 el Teatro Justo Rufino Garay en Nicaragua, uno de los grupos más consolidados y profesionales de Centroamérica. Creadora junto su grupo de la primera sala de teatro independiente de Nicaragua. Formadora de varias generaciones de actores en Nicaragua. Ha viajado con su grupo por más de 25 países y obtenido varios reconocimientos. Dirige desde 1995 el FIT/ Nicaragua (Festival Internacional de Teatro, Monólogos, Diálogos y Más…). Como autora ha escrito “Ay amor ya no me quieras tanto” “La ciudad vacía”, “Francisca” y la investigación “Teatro, Política y Creación, una aproximación al Teatro Justo Rufino Garay”.