Buenas tardes desde Mérida, ciudad ubicada en el sureste mexicano, en la península de Yucatán. Formar parte de este grupo de gestores, programadores, es formar parte de una de las familias teatrales más bellas de las que he tenido oportunidad. Cuando nos comenzamos a ver en las videoconferencias / las mañanas de los sábado perfilaron este encuentro en el que Tu casa es el escenario. Nuestros países están atravesados por el virus, con las fronteras físicas cerradas, pero nada nos ha impedido sobrevolar y seguir creando. Esa es la potencia del arte.

Octavio Arbeláez afirmó el primer día del festival:  la creación nos hace libres, volamos aun en el confinamiento.

La Rendija Sede A, el espacio escénico que programamos, cerró el día 15 de marzo, al término de la función de Morrits y el pequeño Mons de Maribel Carrasco, dirigida por Mabel Vázquez. No olvidaré ese día. No nos hemos vuelto a ver en persona muchos de los colaboradores y espectadores que nos damos cita en La Rendija. Esa respiración del otro que nos falta en la escena viva, refiriéndome a la conferencia de Octavio, ha sido aplazada, y transformada por lazos de cuidado a la distancia. La internet nunca fue tan útil como ahora para mantenernos unidos, preguntando por el whatsapp, por redes sociales, incluso a aquellas personas que hace mucho que no vemos, pero que nos importan y queremos saber cómo la están pasando y si podemos ayudar. Iniciativas de solidaridad por muchos lados, desde esa nobleza en que se ha convertido el Teatro del Barrio con nuestra Ana Belén, hasta aquellos que de manera espontánea le mandan unos pesos al colega, familiar o amigo, o llevan bolsas de comida por la ciudad para paliar la crisis. 

Así, estos días de festival en que he reído con Adriana Bermudez y su Indolescente, empatizando con frenesí por la sanitización. Tuga me hizo recordar el sol y la alegría de compartir como espectadora en el entrañable Festival Mueca; la Proclamación de la existencia de Sara Barros me ha hecho llorar mares con esa dulce presencia suya, el cuerpo potente de Paloma Hurtado, y la dicharachera presencia de las Vecinas de FITE me llenó de color el alma. Pero de las funciones de ayer, Silvia Varón me hizo reconocer que cuando las puertas se abran me darán muchas ganas de cerrarlas de nuevo. No quiero perder lo que he encontrado en el encierro, en esta especie de pausa (aunque las juntas nos están volviendo zoombies de tanto zoom) he podido volver al jardín, a los árboles del patio de casa de mi madre. Uno de ellos, un viejísimo ciruelo que sembró mi abuelo, lo creíamos muerto, seco, horadado por los insectos. El tronco y ramas pelados, dañados. El cuidado de ese viejo amigo en estas semanas, y la lluvia que nos ha acompañado de manera temprana por estos lares, le fueron sacando hojitas, algunos frutos incluso, ha sacado nuevas ramitas… y son esas cosas pequeñas que, sabía que ahí están, pero que no tenía tiempo de mirar han colmado nuestro pequeño mundo. Hoy se ha vuelto tan importante salir a ver cómo van subiendo las guías de las pequeñas plantas de pepinos, que la carta que hay que mandar y las firmas que recabar, para seguir peleando por la cultura y el arte, que cada vez, pareciera los gobernantes comprenden menos. Y sin embargo, el arte es una de las pocas salidas para pensar un mundo mejor.

Tiempos de confinamiento ¿Y si imaginamos nuevas o viejas maneras de estar juntos? Que los primeros encuentros con espectadores y creadores sean en este jardín de casa de mamá. Donde los árboles son parte de la familia, y contamos la genealogía de los brotes, de las flores, de las hormigas y sus mudanzas. Si la tragedia nació del canto agónico de la cabra en la Hélade, qué tal si ahora es un teatro anti trágico, de pura vida y germinación vegetal. Volvernos ese Estado vegetal de Manuela Infante. El teatro prehispánico comparte la matriz de teatralidad ritual, tomando el término con la naturalidad que el concepto de precuela teórica de jorge Dubatti nos permite, sabiendo que no estuvimos exentos de sacrificio y sangre, de la muerte como diálogo y negociación con los dioses. Los nuevos dioses del capital nos siguen sacando sangre con los millones de muertos, no solamente por el coronavirus. Explotando tierras, saqueando el agua, arrasando bosques y selvas. 

El arte es esa manera de comprender el mundo, tan humana… nuestro cerebro, que es cuerpo, nos permite abstraernos en tiempo y espacio, del tiempo y espacio, conecta entrada tras entrada, ideas tras ideas. Que el arte postpandémico sea aquel que fisura el dispositivo que nos mantiene en cautiverio más allá del confinamiento, que el teatro postpandémico abra rendijas por las que podamos volar… volar para ver y reparar, para ver y no olvidar, mirada panorámica de nuestro entorno, ese cuerpo expandido nuestro. 

Como nos dijo ayer José Luis Rivero, que todo cambie, lo peor sería que todo siguiera igual. Y es que la creación y la creatividad no se detienen. En esta pandemia cada uno de nosotros hemos sido creativos en algo, para algo, cocinando, trabajando, dándonos cuenta en el encierro sobre detalles insospechados y capacidades que no creíamos tener. El poéta no puede dejar de crear, y me refiero a los artistas que generan poesía con su cuerpo, con los colores, con las imágenes, los sonidos, la escritura… y aquel que crea vínculos, no deja de hacer encuentros a la distancia, de ventana a ventana. 

Ese Teatro Postpandémico es de pequeñas comunidades, rizomático, amigable y cuidadoso. Convive contaminando menos, se moviliza de maneras inteligentes, y ligeras, no es antropocéntrico, abraza maneras otras, juzga menos, pero es autocrítico y trabaja duro, integra saberes múltiples de manera panorámica. Ese teatro postpandémico será verde y mujer.

 

Raquel Araujo

Mérida, México 27 de mayo 2020