Ante todo quiero expresar mi agradecimiento a todas las personas socios y socias de REDELAE por poner en marcha esta extraordinaria iniciativa que se basa justo en aquello que intentaré defender en esta pequeña intervención sobre la vuelta al teatro después del confinamiento que hemos sufrido a nivel mundial.

Quiero comenzar esta intervención contestando directamente la pregunta del moderador: Sí, brindemos por la vuelta como el coro de La Traviata en el famoso brindis: ¡Disfrutemos! El vino y los cantos / y las risas embellecen la noche; / y que el nuevo día nos devuelva al paraíso.

En el año 2020 parece que el mundo entero va a cambiar y ojalá así sea porque lo peor que nos puede ocurrir es que no ocurra nada, que despertemos de este letargo y todo siga igual, calibrándolo todo con las mismas unidades de medir que nos han traído hasta aquí. Durante los años 80 y los 90 las presiones producidas por el capitalismo pusieron en tensión todos aquellos aspectos de la vida humana que no probaran una relación directa entre la inversión realizada y el retorno de esa inversión en términos exclusivamente económicos. Eso supuso, como primer efecto, un protagonismo de lo cuantitativo e hizo que aspectos como la sensibilidad, la construcción identitaria del individuo, los valores de la colectividad se supeditaran a los resultados económicos de impacto social; o la excelencia de los programas artísticos a los aforos cubiertos, por ejemplo. En España este efecto duró prácticamente hasta la crisis financiera que empezó en 2008, y fue la propia crisis la que inspiró otras formas de pensar es torno a este hecho.

Por ese motivo, creo que debemos aprovechar este momento en lo que también tiene de oportunidad, no para una huida hacia adelante y un ‘sálvese quien pueda’, sino para repensar objetivos desde las nuevas condiciones de trabajo, las nuevas ideas o las nuevas posibilidades: y para mí no es otra que poner en valor la cultura como catalizador de una sociedad mejor vertebrada y reencontrar el valor del arte en la construcción individual y colectiva. Esto no es un canto inocente al collige, virgo, rosas de Ausonio. Las condiciones en que se va a encontrar el sector cultural y sus agentes al salir de la pandemia van a ser catastróficas y corremos el riesgo de perder lo poco o mucho que hayamos conseguido en ciertos años de bonanza anterior, que lo fueron solo en su comparación con los previos de la crisis. Es importante aunar fuerzas para no desproteger más a lo ya desprotegido: la Cultura y sus agentes, los artistas, los pequeños teatros, las compañías, y también las salas públicas, todo el ecosistema que garantiza la pluralidad de ideas ante el poder establecido.

Pero al mismo tiempo, para mi éste es un momento fértil para rescatar algunos términos que a veces olvidamos en el fragor de la cotidianeidad y en la adecuación forzosa a los esquemas de la burocracia de esto a lo que nos dedicamos los gestores de las artes escénicas. Primero poner en valor nuestros principios y nuestra misión; segundo, el compromiso en esos valores que defendemos; y tercero, la corresponsabilidad con la ciudadanía para inspirar a su participación en la vida cultural del territorio. Este triple efecto de puesta en valor, compromiso y corresponsabilidad también es recíproco con las comunidades creativas, tanto locales como con aquellas que se extiendan en nuestra geografía de acción.

Los gestores de los artístico, como el gran poemario de Luis Cernuda, nos movemos entre la realidad y el deseo, somos tejedores de redes, de conexiones de diálogo entre personas, entre colectivos, entre habitantes de un territorio, y finalmente en un diálogo global como éste que nos convoca. Y nuestra misión principal es cuidar este ecosistema. Cuidar es un verbo interesante, proviene del latín cogitare, que significa pensar; curar también es interesante y viene del latín curare, que significa cuidar. Es curioso este juego en la historia de nuestra lengua común en el que ambos significados se entrecruzan para llegar aquí, y ambas palabras nos resuenan mucho en esta crisis sanitaria, Mientras unos se encargan de curar a nuestros enfermos en los hospitales, la comunidad artística se ha encargado de cuidar a las personas para salir de esta situación.

Decía Schopenhauer que “no hay ningún viento favorable para quien no sabe a qué puerto se dirige”, y quizás todas las incertidumbres de esta época nos desorienten, pero nosotros tenemos un puerto, un refugio, una casa: el teatro; y además sabemos navegar. Las herramientas de futuro de la que nos hablan los grandes gurús sociales ya las tenemos desde hace más de 2000 años: tenemos resiliencia, tenemos capacidad de adaptación, somos personas creativas, innovadoras, comprensivas, empáticas, somos líquidos, ecológicos, afectivos, analíticos y sensibles. Y aquí es donde me sitúo como programador de un espacio público, pero sobretodo como hombre de la cultura, como creador y productor, y como espectador también, como ciudadano, porque la Cultura no pertenece a la institución, sino a las personas.

Nuestra función está en crear ‘valor’ para la ciudadanía, y en mi caso se enraíza con el ethos del servicio público. En mi opinión el objetivo es el mismo: programar, compartir, intercambiar, conectar, crear experiencias significativas, pero el camino varía con una estrategia centrada en las personas porque en esa preocupación, además de asistir a las experiencias artísticas que presentemos, se posibilita a la institución cultural a crear bienes públicos como la confianza, el respeto mutuo con la ciudadanía, y proporcionar el contexto de sociabilidad y de disfrute de experiencias compartidas (eso era la catarsis en realidad).

En este sentido, todas las dificultades para definir y perimetrar los diversos conceptos en torno a la gestión de la cultura y el rol de las artes enmascaran actualmente, desde mi punto de vista, el debate de lo que constituye una creciente polarización de varios conceptos importantes: el valor intrínseco de las artes frente a su valor instrumental; la cultura normalizada frente a la cultura hecha por la propia ciudadanía; lo profesional frente a lo aficionado y su irrupción en los escenarios en una mezcla feliz de saberes; la corresponsabilidad en los modos del consumo cultural desde las perspectivas de lo público frente a lo comercial; las evidencias cuantitativas frente a las cualitativas; la función de las grandes estructuras públicas frente al rol de las pequeñas estructuras de carácter privado dentro del mismo ecosistema; el valor del trabajo local y de pequeñas comunidades culturales frente a una cultura mainstream impuesta en los medios masivos o, entre otros ejemplos, los sistemas de producción impelidos por el mercado y sus prisas frente a un tempo mucho más natural y sostenible necesario para la creación. Como nos han enseñado las teorías feministas, superar ese propio carácter binario es fundamental en una nueva concepción que intente una aproximación más fresca al pensamiento acerca del valor de la cultura, y en general, necesita mucha mayor atención a la manera en que las personas experimentan su relación con las artes, en lugar de basar esa relación tan solo en lo que significa consumir o producir arte, o fundirlos en el concepto de prosumer (todo consumidor es igualmente productor) a medida que las nuevas tecnologías avanzan como parte constitutiva de la vida de las personas. Y habrá que analizar esas tecnologías como un verdadero instrumento de democratización mayor que las políticas culturales que lo intentan, pero no nos dejemos engañar por los cantos de sirena exaltando las ventajas del mundo virtual ya que la democratización del acceso no implica ni equidad, ni diversidad, ni intercambio justo, ni conexión, ni democracia. Y a eso debemos estar muy atentos próximamente.

Muchas son las variables con las que nos vamos a encontrar al salir de la pandemia, y muchas también las posibilidades para reposicionarnos y volver a asumir nuestras funciones hibernadas en este paréntesis. En el reconocimiento de nuestros valores, y en nuestra capacidad para generarlos, es donde el propósito ético de una organización se hace evidente, y donde nuestro discurso cultural cumple o no con la realidad de nuestro entorno y se hace significante en el territorio que habita.

José Luis Rivero.

Director artístico. Auditorio de Tenerife